Ayer a las ocho menos cinco se había convocado un apagón. Se trataba de un gesto simbólico que tenía la intención de concienciar sobre el cambio climático y el consumo responsable de energía. Proponían que durante cinco minutos, en todos los hogares y algún edificio público, se apagaran las luces. No sé hasta qué punto la iniciativa fue un éxito: si el personal aceptó participar, o si los cinco minutos de oscuridad tuvieron un efecto visible sobre el índice de consumo eléctrico de ayer tarde.
Cinco minutos sin luz no son nada. Existen apagones más largos, más intensos… más tristes. Más allá de los que no conocen qué es un bombilla (ni lo que es comer todos los días, porque ni siquiera tienen sueños con los que soñar…), a miles de kilómetros de ellos, existe el apagón de las conciencias de los que no quieren ver, no porque la luz no venga al pulsar el interruptor, sino porque les han enseñado a eso: a vivir a oscuras. La corriente eléctrica regresa a los cinco minutos, pero este otro apagón del que hablo suele ser eterno y heredarse de unas generaciones a otras. Igual o más peligroso que el calentamiento terrestre puede ser la ignorancia, pues sus efectos (el hambre y el crimen) siempre estarán más cerca de abocarnos al final de nuestra especie.
Quizás sería bueno llamar la atención sobre esto, idear una manera de apagón espontáneo y colectivo, para señalar que se está en contra de esta otra oscuridad que dura ya siglos y amenaza con dejarnos ciegos para siempre. Apaguemos nuestra mente durante cinco minutos y pensemos sólo en qué podemos hacer para cambiar el mundo. Y si acaso cayésemos en la cuenta de que lo peligroso es pensar, dediquemos ese tiempo a hacer el amor con quien más nos apetezca. A oscuras.
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