Aunque quién lo diría, a la vista de que sigue pareciendo un chaval. Y eso que durante estas ocho décadas no se puede decir que haya tenido tiempo para descansar: cuando no andaba buscando tesoros entre los restos de un galeón hundido en el fondo del mar; ayudaba a la policía a desmantelar redes criminales de narcotraficantes, falsificadores de dinero, comerciantes de armas o negreros; combatía con los guerrilleros de las selvas sudamericanas; desbarataba los planes de un golpe de estado contra un monarca en los Balcanes; escalaba las cimas del Himalaya y conocía al Yeti… e incluso fue el primer hombre en pisar la superficie de la Luna. En todas estas aventuras siempre contó con la compañía de su inseparable Milú, y con la ayuda inestimable de sus amigos el Capitán Haddock, el Profesor Tornasol, los detectives Hernández y Fernández o la soprano Bianca Castafiore. Demasiados viajes no exentos de riesgo que, sin embargo, no parece que le pasaran demasiada factura: más aún, antes que arredrarse, su espíritu rebosaba ímpetu y juventud, a la vista de una nueva aventura. Siempre fue el mismo, sin despeinarse el mechón pelirrojo, y sin necesidad de quitarse sus pantalones bombachos, hasta que en la década de los setenta alguien le dijo que mejor con unos vaqueros, por eso de no hacer el ridículo.
Conocéis de sobra mi afición por los cómics del joven reportero belga, pues en más de una ocasión lo he mencionado en este blog. Se trata de una pasión que me acompaña desde la infancia, y con el tiempo, en vez de disminuir, ha ido en aumento. De las pocas situaciones que todavía puedo recordar de cuando era niño, no se me borrará de la memoria cuando me sentaba al lado de mi padre y éste me leía las aventuras de Las siete bolas de cristal y El templo del Sol, que por entonces, me acuerdo, publicaban por entregas cada domingo en el suplemento de El País. Cuando aprendí a leer, fueron los primeros libros que me regalaron; y quizá por este motivo, también serían para siempre mis episodios preferidos de la serie, en los que Tintín viaja a Perú y descubre una civilización inca que sobrevive oculta en las montañas.
Después, poco a poco, me iría comprando toda la colección, y por ese cariño especial que se le concede a las primeras lecturas, y a pesar de conocerme todos los álbumes de memoria, hasta el más nimio detalle, conservo cada uno en perfecto estado y ordenados cronológicamente en una estantería. Junto a ellos tengo otras obras, más específicas y propias de coleccionistas, o de otros personajes creados por Hergé, como los traviesos Quique y Flupi.
En mi reciente viaje a Bruselas, aunque me quedé con ganas de ver el Museo del Cómic, no pude resistir la tentación de gastarme el dinero en una de las tiendas de Tintín. En Bélgica, todo el merchandising que rodea a las aventuras de Tintín está monopolizado por las tiendas oficiales, que, por cierto, son un poco caras. Aun así, cedí a la tentación y además de un Milú de peluche, postales, llaveros y otros zarrios, acabé comprándome esta maqueta, que reproduce la portada de El cangrejo de las pinzas de oro. Lo sé, no tengo remedio… ni remordimiento.
No quisiera soltaros más rollo, además tampoco son horas, aunque podría ponerme a contar y no parar… Por ejemplo, también me gustaría comentaros que, si bien todo el mundo sabe que la profesión de Tintín es la de reportero, nunca se le ve escribiendo una crónica, ni tampoco se sabe para qué periódico trabaja. Sólo en La oreja rota aparece tomando notas para un hipotético artículo sobre un robo en el museo, que después no llega a escribir. ¿Era un vago? ¿De dónde obtenía sus ingresos? Son preguntas que tampoco vienen al caso, y que quizá trate de contestar en otra ocasión. Por ahora, os dejo con estos capítulos de la serie de dibujos animados, que recrean los dos cómics que antes mencioné y dije que son mis favoritos: Las siete bolas de cristal y El templo del Sol. Buenas noches.
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