lunes, 5 de mayo de 2008

Crónica madrileña del 2 de mayo

Me he dado cuenta de que aunque me pase una semana sin escribir nada, el blog sigue recibiendo visitas. Una de dos: a la peña le gusta releer las entradas, o acaso hay quien tiene como rutina entrar en mi página cada mañana al encender el ordenador, esperando impaciente que ese día haya escrito algo. Seguramente os sorprenda y estaréis diciendo: «Vaya, este tío viene sobrado después del puente». Pues sí, vengo sobrado. Aunque, bromas aparte, realmente me pregunto si hay alguien a quién le interesa lo que escribo en este blog. Ya tendré tiempo de meditar sobre ello.

Ahora vamos al grano. Esta introducción con tono fanfarrón se me ha ocurrido porque de lo que hoy toca hablar es de la conmemoración de la revuelta del 2 de mayo en Madrid, cuando el pueblo se levantó en armas para darle su merecido al ejército del mayor fanfarrón de la Historia: Napoleón Bonaparte.


Para celebrar tan señalada fecha, el miércoles cogí el tren y a eso de las ocho de la tarde me había plantado en Atocha. No era cuestión de comenzar con excesos el largo puente que se avecinaba, aunque las buenas intenciones pocas veces se cumplen. Así que allá nos fuimos, y para qué contaros… Habíamos quedado con una amiga que acababa de llegar de Londres, y que se presentó con su flamante novio inglés. Ya no nos faltó entretenimiento en toda la noche, nos lo llevamos de un sitio a otro, sin que faltara a probar la leche de pantera del Chapandaz, y estuvimos recordando a sir Arthur Wellesley, primer duque de Wellington, y las palizas que ingleses, portugueses y españoles, fundamentalmente, les propinamos a los franceses en Talavera, La Albuera, Arapiles, Vitoria


A la mañana siguiente, lógicamente nos levantamos tarde. Así nos ahorramos desayunar. Fuimos directamente a comer en bufet oriental donde te preparan la comida al wok. De camino, pasé por los túneles de la M-30, una prodigiosa obra de ingeniería digna de visitar. En el transcurso de la sobremesa estuvimos perfilando un proyecto empresarial que, quién sabe, pensamos que tendría un éxito seguro. Como la idea es demasiado buena, no doy más detalles, sólo puedo decir que todo surgió con unas toallitas perfumadas de esas que reparten para que te limpies los dedos después de comer.

La digestión fue un poco pesada, así que nos quedamos reposando en casa hasta eso de las ocho. Luego fuimos al barrio de Lavapiés, no a nada raro, sino a ver una representación teatral. Aunque exactamente no podríamos decir que se tratara de una función al uso. Aquí la valía de los actores no se medía en su capacidad para interpretar un personaje como Hamlet, sino en su destreza para improvisar, para salir airosos de los apuros. Eso que tanto miedo provoca a la mayoría de los actores, era el motivo en torno al que se desarrolla Deprisa y Corriendo, un espectáculo que aprovecho para recomendar a todo el que tenga ocasión de pasarse por la Sala Mirador de Madrid. Como he dicho, en el barrio de Lavapiés, concretamente en la calle Doctor Fourquet. Actuaba una chica de Cáceres, y tanto ella como sus compañeros nos hicieron sentir dolor de barriga de la risa que pasamos.


Una vez más, cenamos copiosamente y como señores, y después pusimos rumbo al barrio de Malasaña, para celebrar lo que habíamos venido a celebrar: el 2 de mayo. Como muchos sabréis, el barrio se encuentra donde antes estuvo el parque de artillería de Monteleón, en el que aquella jornada heroica un grupo heterogéneo de chisperos, artesanos… con los capitanes Daoiz y Velarde, y el teniente Ruiz a la cabeza, resistieron hasta tres veces las embestidas de los franceses, que no tuvieron agallas para pisotear el orgullo de los madrileños sino después de muertos. La zona recibe su nombre de Manolita Malasaña, una chiquilla de quince años que estuvo ayudando a su padre, llevándole la pólvora que necesitaba para el trabuco, y que murió alcanzada por una bala de los gabachos.


No nos encontramos con ningún francés en la Plaza del 2 de Mayo, en cambio lo que sí había era mucha policía. Mientras que los chisperos y las manolas de antaño habían sido sustituidos por yonkis, fumaos y demás calaña posmoderna. Esta vez sí, nos fuimos tempranito a acostar, no más allá de las cinco, para poder aprovechar el día siguiente.


El viernes me acompañó Felipe a ver la exposición Un pueblo, una nación. El 2 de mayo en Madrid, en el centro cultural del Canal de Isabel II, en la Plaza de Castilla. Impresionante, no me caben palabras para describirla. Además, es para verla, por eso sólo os animo a que, si podéis, le hagáis una visita. Después de haber estado trabajando durante un año en un museo, algo entiendo del tema, por eso creo que es perfecta, desde todos los puntos de vista… Se nota que detrás anda la mano de Pérez-Reverte, aunque seguro que el mérito es compartido. Una pena que se tratase de una exposición temporal, porque podría funcionar perfectamente como un gran centro de interpretación de la Guerra de la Independencia. Reitero mi recomendación: estáis a tiempo porque dura hasta septiembre.


Querría haber visto el espectáculo que la Fura dels Baus tenía preparado en torno a la Plaza de la Cibeles, pero me dijeron que estaba imposible llegar hasta allí. Así que me tuve que conformar con verlo por la televisión, y aquí os traigo un video de alguien que sí tuvo la suerte de asisitir en directo.




Por la noche, como era nuestra intención, hubo fiesta. Primera en la maravillosa terraza con vistas al último vestigio que la memoria histórica no ha podido borrar: el hospital militar Generalísimo Franco. No es recomendable mirar hacia allá con más de dos cubatas, porque os aseguro que se ven fantasmas. Después continuamos hasta altas horas escuchando la discografía al uso en cualquier otro sitio. Por cierto, he descubierto que si hablas en otro idioma, determinado tipo de gente parece que te toma más en serio.

El sábado madrugamos: a las dos estábamos en la Plaza Mayor metiéndonos un bocata de calamares entre pecho y espalda. Y a las tres --puntualidad británica, oiga--, en el Prado, para ver la exposición sobre Goya. Allá fuimos con Alberto, una víctima de la LOGSE, como tantos otros de su generación, que era la primera vez que pisaba la pinacoteca --y me dirá: «¿qué es eso?»--. Al pasar por delante de Las lanzas de Velázquez, sorprendido pensó que se trataba de los 300.

Por si no lo he dicho, Goya es mi pintor preferido. Por eso siempre que puedo me paso por el Prado para admirar sus cuadros, sus dibujos y sus grabados. Ahora había que ir a ver la reciente restauración de los lienzos que conmemoraban la fecha en la que estábamos. La exposición, aunque titulada Goya en tiempos de guerra, no era más que una sucesión de sus obras más importantes, de todas las épocas y sin que muchas tuvieran nada que ver con el conflicto bélico. La verdad es que no entendí muy bien el sentido ni la distribución del recorrido, pero disfruté como siempre con las pinturas del de Fuendetodos.


Aprovechamos también para ver la ampliación del Prado, ya que contaba con la inestimable compañía de dos futuros arquitectos. Moneo siempre me ha impresionado, aunque le veo un poco repetitivo en todo lo que hace. Luego también estuvimos paseando por la recién estrenada sede de Caixa Forum. En ambos casos, me parecieron geniales desde el punto de vista estético, pero enseguida te percatas de graves errores que hacen a estos magníficos edificios muy poco funcionales y hasta incómodos, tanto para quien los visita como quien trabaja en ellos.


Después de habernos saciado con tanta cultura, nos entró la sed. Y he aquí que comenzó nuestro peregrinar. Primero estuvimos en un hawaiano en la Plaza de Santa Ana, después en otro sitio donde fabricaban su propia cerveza --muy rica, por cierto--, para acabar en un clásico, bebiendo sangría en las Cuevas de Sésamo, también por la zona de Sol.

La ocasión lo merecía, no siempre vamos a poder celebrar el bicentenario de la serie de derrotas que le infringimos a la Grande Armée. Así que después de cenar continuó la fiesta. Primero en la terraza y después en un sitio de esos a los que uno piensa que no va a ir en la vida. Pues sí, estuve en Kapital. Me cobraron quince eurazos por entrar, así que pienso que estuve bailando toda la noche rodeado de los hijos de los narcotraficantes más famosos de Sudamérica, de los dictadores más sanguinarios de África o de los políticos y presidentes de corporaciones empresariales de nuestro país. Es una suposición nada más, uno que es muy prejuicioso. Quien sí estaba por allí era Juan el Golosina, aunque el primo Pedro, acostumbrado a confundir el nombre de la gente, se empeñara en llamarme Antonio.


El domingo no dio para mucho. Me hubiera gustado despedirme de don Leopoldo Calvo Sotelo, pero también había cola para entrar en la capilla ardiente. De todas maneras, me quedó con el emocionado recuerdo del que, de haber estado más tiempo, habría sido el mejor presidente de la democracia española. No conseguí pillar un autobús hasta las nueve de la noche. De estación en estación, acabé devorando en las revistas de Historia lo que aún no había aprendido en este fin de semana sobre la Guerra de la Independencia. He pretendido resumirlo todo lo más que he podido, por eso durante estos días a lo mejor sigo desgranando detalles, no tanto festivos como culturales, sobre este emocionante puente del 2 de mayo.


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