En cierta ocasión, hace ya muchos años, me presentaron a un tipo un tanto singular. Recuerdo que era una de esas personas afables, con los que apetece compartir una sobremesa, por la cantidad de anécdotas y el repertorio de chistes que tenía para contar. No me acuerdo de su nombre, ni tampoco por qué motivo le conocí. De todos modos, como he dicho, yo no debía tener más de doce años. Este señor me parece que era novelista, traductor… o algo parecido, y creo recordar que vivía en Mallorca.
Lo único que mi memoria se ha encargado de actualizar recurrentemente fue algo que le escuché contar y, aparte de porque me pareció una historia salida de una película de Woody Allen, ha sido algo sobre lo que cada cierto tiempo he venido reflexionando. Decía este señor que, al cumplir los cuarenta, cuando ya llevaba su tiempo casado, con los hijos medio criados, su empleo asegurado… --vamos, que tenía la vida resuelta--, no se le ocurrió otra cosa que coger el coche y recorrer el país de cabo a rabo, tratando de localizar y visitando una a una a todas aquellas personas que consideraba que años atrás le habían hecho pasarla canutas o, en un momento determinado, le habían jugado alguna muy gorda. Así que allá marchó el hombre, dispuesto a encontrarse al cura de su pueblo, el mismo que reservaba para sí el vino de misa y a él, cuando era un niño, le había castigado en varios ocasiones por sacrílego, por sólo mirar la botella; o aquel profesor, ignorante como los de antaño, que a base de pescozones y suspensos trataba de disimular su propio fracaso en la vida; o al sargento de la mili, representante de un estirpe antiheroica y arrogante, que la escasez de condecoraciones y medallas las suplía con la abundancia de almorranas en el culo.
Nuestro hombre, una vez que concertaba una cita con alguno de estos personajes, que en algún caso ya serían venerables ancianos, con amabilidad y una delicadeza exquisita, les explicaba que en determinado momento de su vida le habían jodido pero bien jodido y, aunque no les guardaba rencor, sólo quería manifestarles lo que pensaba de ellos: que eran unos hijos de la gran puta. Y ahí quedaba la cosa. Con la autoridad que proporciona la edad y la experiencia, y sin tener que deberle nada a sus interlocutores, este señor se quedó la mar de desahogado.
Debo reconocer que a veces he tenido la tentación de hacer lo mismo, eso sí, una vez que hubiera cumplido una edad prudencial y, como el colega, no tuviese ya nada que perder. Aunque, la verdad, estos son otros tiempos y tampoco me he encontrado por la vida con nadie a quien le haya visto un especial interés en fastidiarme, ni mucho menos en hundirme. Lo típico, algún envidioso o ese tipo de personas inseguras o insatisfechas que hallan su razón de ser en tener que quedar siempre por encima de los demás. En definitiva, nadie que merezca ni mi tiempo ni parte de mi ingenio. Además, tampoco vale la pena estar acordándote siempre de esta gente, ni planear nada en contra, porque precisamente por como son, ellos mismos se la acaban buscando. Como diría el refrán castellano, a cada cerdo le llega su San Martín.
Lo único que mi memoria se ha encargado de actualizar recurrentemente fue algo que le escuché contar y, aparte de porque me pareció una historia salida de una película de Woody Allen, ha sido algo sobre lo que cada cierto tiempo he venido reflexionando. Decía este señor que, al cumplir los cuarenta, cuando ya llevaba su tiempo casado, con los hijos medio criados, su empleo asegurado… --vamos, que tenía la vida resuelta--, no se le ocurrió otra cosa que coger el coche y recorrer el país de cabo a rabo, tratando de localizar y visitando una a una a todas aquellas personas que consideraba que años atrás le habían hecho pasarla canutas o, en un momento determinado, le habían jugado alguna muy gorda. Así que allá marchó el hombre, dispuesto a encontrarse al cura de su pueblo, el mismo que reservaba para sí el vino de misa y a él, cuando era un niño, le había castigado en varios ocasiones por sacrílego, por sólo mirar la botella; o aquel profesor, ignorante como los de antaño, que a base de pescozones y suspensos trataba de disimular su propio fracaso en la vida; o al sargento de la mili, representante de un estirpe antiheroica y arrogante, que la escasez de condecoraciones y medallas las suplía con la abundancia de almorranas en el culo.
Nuestro hombre, una vez que concertaba una cita con alguno de estos personajes, que en algún caso ya serían venerables ancianos, con amabilidad y una delicadeza exquisita, les explicaba que en determinado momento de su vida le habían jodido pero bien jodido y, aunque no les guardaba rencor, sólo quería manifestarles lo que pensaba de ellos: que eran unos hijos de la gran puta. Y ahí quedaba la cosa. Con la autoridad que proporciona la edad y la experiencia, y sin tener que deberle nada a sus interlocutores, este señor se quedó la mar de desahogado.
Debo reconocer que a veces he tenido la tentación de hacer lo mismo, eso sí, una vez que hubiera cumplido una edad prudencial y, como el colega, no tuviese ya nada que perder. Aunque, la verdad, estos son otros tiempos y tampoco me he encontrado por la vida con nadie a quien le haya visto un especial interés en fastidiarme, ni mucho menos en hundirme. Lo típico, algún envidioso o ese tipo de personas inseguras o insatisfechas que hallan su razón de ser en tener que quedar siempre por encima de los demás. En definitiva, nadie que merezca ni mi tiempo ni parte de mi ingenio. Además, tampoco vale la pena estar acordándote siempre de esta gente, ni planear nada en contra, porque precisamente por como son, ellos mismos se la acaban buscando. Como diría el refrán castellano, a cada cerdo le llega su San Martín.
No hay comentarios:
Publicar un comentario