Hay una fotografía que me gusta mucho. La tengo delante mientras le pego a la tecla. Fue tomada en París el 26 de agosto de 1944, al día siguiente de la liberación de la ciudad por la 2ª División Blindada del general Leclerc, donde figuraban antiguos combatientes republicanos españoles. El día anterior, la división había entrado en la ciudad llevando en cabeza a la 9ª Compañía, tan llena de compatriotas nuestros que varios de sus vehículos tenían pintados los nombres de Brunete, Ebro, Belchite, Teruel, Guernica, Don Quijote y Guadalajara; y en los partes de combate con las órdenes que el capitán de la 9ª, Raymond Dronne, dio ese día a sus unidades de vanguardia, figuran los nombres de los jefes de algunas de éstas: Montoya, Moreno, Granell, Bernal, Campos y Elías.
La foto a la que me refiero es típica de la Liberación: arco de Triunfo, vehículos con soldados y la multitud entusiasmada. El semioruga que se ve en el centro de la imagen se llama Guernica y lleva a bordo a siete soldados: cinco de pie, el conductor y otro que va a su lado, también de pie. De los siete, este último es el único que no lleva puesto el casco. Es bajito --les llega a los otros, altos y apuestos, casi por los hombros--, lleva la camisa arremangada, y en vez de mirar al frente impasible y marcial como sus compañeros, mira a la gente con una gran sonrisa y un pitillo en la boca. Con esa foto suelo bromear, poniéndosela delante a los amigos: «Ejercicio de agudeza visual. Adivina quién es el español».
Hay fotos que queman la sangre y fotos analgésicas. Ésta es de las últimas. Cuando el telediario, el titular de periódico, la mirada que diriges alrededor o el espejo mismo te recuerdan con demasiada precisión en qué infame sitio vives, de qué peña formas parte y qué pocas esperanzas hay de que este patio de Monipodio llegue a ser algún día un lugar solidario, culto, limpio y libre, esa foto y algunas otras cosas por el estilo, que uno guarda en esa imaginaria lata de galletas parecida a la que usaba de niño para guardar tesoros --canicas, cromos, un tirachinas, una navaja de hoja rota, un soldadito de metal--, ayudan a soportar las ganas de echar la pota. Permiten mirar en torno buscando, más allá del primer y desolador vistazo, al fulano bajito y sonriente que, ajeno al protocolo solemne, mira a la gente, orgulloso, feliz de protagonizar tan espléndida revancha, cinco años después de haber pasado los Pirineos con el puño en alto, y en ellos quizá, apretado, un puñado de tierra española.
No sé cómo se llamaba el soldado del Guernica. Sólo sé que fue uno de los que cantaron ¡Ay Carmela! por las calles de París –el capitán Dronne lo cuenta en sus memorias– tras llegar hasta allí desde Argelia y el Chad, y luego siguieron peleando en Francia, Alsacia y Alemania hasta Berchtesgaden, la residencia alpina de Hitler. Él y los otros, que se echaron al monte al invadir Francia los alemanes o se alistaron en la Legión Extranjera, combatiendo en Narvik, Bir Hakeim, Montecassino, Normandía y la Selva Negra, llenando Francia de lápidas donde todavía hoy se lee Aux espagnols morts pour la liberté, consuelan la memoria cuando uno piensa en el modo miserable en que la Segunda República se fue al diablo; no sólo por la sublevación del ejército rebelde, sino también –qué mala información tenemos en este país idiota e irresponsable– por la vileza de una clase política mezquina, sin escrúpulos, capaz de convertir una oportunidad espléndida en un espectáculo siniestro. En una sangrienta cochinera.
Por eso me gusta tanto esa foto. Como digo, todos necesitamos analgésicos para ir tirando. Cada uno para lo suyo. Algunos, para hilar fino sin que el malestar, la náusea, te hagan meter a todo cristo en el mismo cazo. Es cierto que, en los últimos tiempos, en España ha tomado el relevo una nueva casta política irresponsable, infame sin distinción de ideologías, pegada a la ubre de los aparatos de sus partidos. Gente sin contacto con la vida real, que ni ha trabajado nunca de verdad ni tiene intención de hacerlo en su puta vida. Parásitos de la vida pública, profesionales del camelo y el cuento chino. Los que, amos de un tinglado nacional rehecho a su medida, ya nunca irán al paro. Y es cierto, también, que esa gentuza medra con la complicidad de una sociedad indiferente, acrítica, apoltronada y voluntariamente analfabeta, que sólo se acuerda de Santa Bárbara cuando le afecta a cada cual. Cuando truena. Esto es así, y el impulso, la tentación de mandarlo todo al diablo, ametrallando a mansalva, resulta lógico. Casi inevitable.
Por eso consuela tanto recordar, gracias a esa foto de París, que pese a todo, entre tanta basura y tanta chusma, siempre es posible dar con alguien que no se resigna. Que ni se rinde, ni traga. Tipos como el anónimo español de la División Leclerc: bajito, valeroso, descarado, sonriente. Con su pitillo. Capaz de recordarnos a todos, sesenta y cuatro años después, que siempre son posibles la dignidad y la vergüenza.
(Arturo Pérez-Reverte, El Semanal XL, 14 de septiembre de 2008)
1 comentario:
Recordé esta entrada,pues ante las noticias de las teles,quería volver a ver a ése tipo bajito,fumador y que no quería salir triunfador en la foto,sino compartir su alegría con los demás.
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