En estos días no me deja de resultar curiosa la coincidencia en el tiempo de la campaña electoral y el periodo de Cuaresma. No pretendo ahora, mi mucho menos, ponerme a disertar sobre la laicidad del Estado y todas esas batallas dialécticas tan en boga últimamente, sino sólo que me apetecía reflexionar en voz alta sobre algo que no sé si soy el único que lo piensa así. En el fondo, la política y la religión siempre me han parecido lo mismo. Tampoco quisiera que me tomaran por un anarquista, pues no pretendo, ni pienso, que el hombre sería mucho más feliz sin ninguna de ellas. Ahora bien, siempre he creído que tanto las ideas políticas como los sentimientos religiosos son algo íntimo. Esta bien que se compartan, que se discutan, pues ninguno (afortunadamente) estamos en posesión de la verdad absoluta; pero, eso sí, lo que no soporto son las adhesiones públicas y las manifestaciones de fe ciega e inquebrantable.
Admiro a quien marcha en una procesión con el rostro cubierto y soportando el peso de una cruz, al igual que envidio al que tiene el valor de acudir a los mítines de cada uno (o sólo de los dos) candidatos, para enterarse y comparar sus programas electorales. Pero no aguanto a quien sólo pretende figurar y aparecer, o más bien parecer, como el favorito de la imagen-santo o del candidato-demonio. Quizá en esto sea un poco protestante, en ambas acepciones del término; aunque, al fin y al cabo, mi libertad reside en que cualquiera pueda tanto ir a escuchar al barbas o al cejas, como sacar en procesión a la Virgen del cual o al Cristo del tal.
La intimidad de estos asuntos es la que, en el fondo, nos hace más libres. Y así puedo pensar en qué forma es la más adecuada para la organización del Estado, en qué sería mejor emplear el dinero público, o si los inmigrantes se pueden casar con los homosexuales y cualquier cosa de esas… de la misma manera que puedo tener una idea de Dios diferente a la de mi párroco, mi novia, mi vecino o mi gato, pues seguramente en esto, como en política, nunca estaremos de acuerdo.
Tanto en Cuaresma como en campaña electoral, no me privo ni de comer cocido ni de seguir leyendo lo que me da la gana. Por eso me acordé de este precioso poema de Benedetti que, con permiso de mi hermana, fiel adoradora de la secta del unicornio rosa invisible, creo que viene bastante al caso de mis pensamientos y la semana que nos queda por delante.
Admiro a quien marcha en una procesión con el rostro cubierto y soportando el peso de una cruz, al igual que envidio al que tiene el valor de acudir a los mítines de cada uno (o sólo de los dos) candidatos, para enterarse y comparar sus programas electorales. Pero no aguanto a quien sólo pretende figurar y aparecer, o más bien parecer, como el favorito de la imagen-santo o del candidato-demonio. Quizá en esto sea un poco protestante, en ambas acepciones del término; aunque, al fin y al cabo, mi libertad reside en que cualquiera pueda tanto ir a escuchar al barbas o al cejas, como sacar en procesión a la Virgen del cual o al Cristo del tal.
La intimidad de estos asuntos es la que, en el fondo, nos hace más libres. Y así puedo pensar en qué forma es la más adecuada para la organización del Estado, en qué sería mejor emplear el dinero público, o si los inmigrantes se pueden casar con los homosexuales y cualquier cosa de esas… de la misma manera que puedo tener una idea de Dios diferente a la de mi párroco, mi novia, mi vecino o mi gato, pues seguramente en esto, como en política, nunca estaremos de acuerdo.
Tanto en Cuaresma como en campaña electoral, no me privo ni de comer cocido ni de seguir leyendo lo que me da la gana. Por eso me acordé de este precioso poema de Benedetti que, con permiso de mi hermana, fiel adoradora de la secta del unicornio rosa invisible, creo que viene bastante al caso de mis pensamientos y la semana que nos queda por delante.
Si Dios fuera una mujer
¿y si Dios fuera una mujer?
-Juan Gelman
¿Y si Dios fuera mujer?
pregunta Juan sin inmutarse,
vaya, vaya si Dios fuera mujer
es posible que agnósticos y ateos
no dijéramos no con la cabeza
y dijéramos sí con las entrañas.
Tal vez nos acercáramos a su divina desnudez
para besar sus pies no de bronce,
su pubis no de piedra,
sus pechos no de mármol,
sus labios no de yeso.
Si Dios fuera mujer la abrazaríamos
para arrancarla de su lontananza
y no habría que jurar
hasta que la muerte nos separe
ya que sería inmortal por antonomasia
y en vez de transmitirnos SIDA o pánico
nos contagiaría su inmortalidad.
Si Dios fuera mujer no se instalaría
lejana en el reino de los cielos,
sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno,
con sus brazos no cerrados,
su rosa no de plástico
y su amor no de ángeles.
Ay Dios mío, Dios mío
si hasta siempre y desde siempre
fueras una mujer
qué lindo escándalo sería,
qué venturosa, espléndida, imposible,
prodigiosa blasfemia.
Para los perezosos, que no les apetece leer el blog cuando escribo más de diez líneas, aquí les dejó también el poema recitado en un vídeo.
1 comentario:
Seguiré comiendo pizza de piña y jamón para adorar al Unicornio Rosa Invisible, adorando a Benedetti y cn la idea de ir a misa cunado sea una vieja sin pelo en pierna, x si acaso es algo cierto.
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